Recordamos la tarde amarilla, las lágrimas de un martes a las 7 de la noche, el delito inmundo de prometerlo todo hasta la muerte y el innecesario acto contrito de regalarlo todo hasta que ya no alcance para uno mismo. Ahí estaba, la nostalgia hablándome de mí, de nosotros que respiramos aires distintos y caminábamos en direcciones distintas pero llegábamos a la misma vereda, ventana, puerta y dirección acuñada en el encéfalo.
Hubiera querido ofrecerle un trago, pero estaba demasiado interesado en recordar quién había sido yo bajo la lluvia, en el soporte de dos pies que corrían a describir a una mujer que solía dibujar los espacios vacíos. Ya era tarde, en fin, tuvo que irse.
-¿Todavía recuerdas la dirección?
-Lancerote 420.
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