20 nov 2010

La chica del Metropolitano

(Ensayo de descripción)

Vestía pantalón negro, casaca del mismo color, zapatos de taco mediano, una polera tipo BVD y además (de aquel ropero que sólo algunas mujeres escogidas logran ordenar) se puso un aura de reina que le permitía hacerse paso en el ajustado bus donde todos viajábamos como sardinas enlatadas. Alrededor de ella se formó una especie de círculo que delimitaba perfectamente su espacio, nadie quería rozarla ni por error, por miedo a morir por alguna de esas enfermedades incurables y desconocidas que tienen que ver con el estado anímico de los pacientes.

Cuando se aferró a uno de los asientos para contrarrestar la inercia del bus, pude ver su mano. Tenía una piel clara, pero al contrario de otras de similar pigmentación, ésta no dejaba traslucir alguna vena, algún rastro arisco, mancha o surco que delata la edad. Era suave, no era necesario comprobarlo, era suave como las nubes que tampoco tocamos y como deben ser los trajes de los obispos y suaves como deben ser las fragancias que nos evocan la infancia, si es que lograran reunirse en estado sólido.

Cuando le cedieron el asiento, se acomodó el cabello hacia un costado, como dejándose contemplar para una fotografía o pintura que de seguro muchos ya estaban elaborando en el lienzo del hipotálamo. Se sacó la casaca con una delicadeza, energía y elasticidad particular, a vuelo de pájaro, literalmente. La agilidad de sus brazos podrían confundirla con un intento de vuelo, ascensión o alguna orden que se da desde el púlpito para no utilizar la voz entre la muchedumbre de alguna manifestación.

Aquella casaca se enredó entre los tirantes de su morral negro que descansaba sobre sus piernas. La polera blanca dejaba a la vista sus hombros y brazos gráciles que desempeñaban más de una función en pocos segundos. Se acomodaba el cabello, se colocaba los audífonos y se tocaba la nariz para despejar algún polvo invisible, de esos que sólo se pueden despejarse con la yema del índice mientras se mira al vacío, perfecta acción para atraer a cualquier corazón distraído. Perfecta flecha envenenada si es que se tiene el arte de perfeccionarlo.

Sentada, apoyaba el codo derecho sobre el borde de la ventana. Parecía mirar la ciudad, las personas, todo el urbano reino que el bus dejaba a su paso. Su cabello ondeado rebotaba cada vez que la velocidad y baches de Lima ocasionaban un temblor perpendicular, por así decirlo, ya que estábamos ubicados justo bajo uno de los ejes del vehículo. Ella dejaba verse los ojos que habían pasado por una sesión de deliñadores de color negro, los adecuados para la comparsa de su atuendo negro y blanco. La punta de las pestañas apuntaban el cielo y las mejillas contenían ese rubor que logra a veces el maquillaje, aunque no logré distinguir si poseía algún color artificial. Bueno, digamos que no debí delatarlo.

Los labios conforman las páginas de un capítulo aparte. ¿Han visto los volcanes, las erupciones, las rosas en la mañana, los crepúsculos vespertinos, los rubís inalcanzables, los libros de Mao, las heridas inocentes, el fuego de las chimeneas y los corazones que han pasado por una sesión de flechas de un Cupido ebrio? Pues aquellos labios eran algo parecido, sólo que estaban ahí, ahí bien puestos y tan cercanos, al margen de todo sentimiento, eran algo material, simple dermis, músculo delineado, compuesto y tan sugestivos que podían ordenar lo que sea y se tendría que cumplir de inmediato.

Mientras regalaba miradas a la ciudad, se daba tiempo para la plebe y daba un vistazo general y fugaz para observar a quiénes se le habían prendido con la mirada. Luego tomaba su celular, aquel aparato con pantalla táctil manejado de manera diestra por unas uñas bien cortadas y cambiaba de canción, y realizaba de inmediato una verónica con el cabello ondeado para dejarse ver una de las orejas élficas.

Describiría aún más. Sus brazos, las pulseras de las muñecas, sus dedos, sus zapatos, hasta sus nudillos, pero dejé de mirarla para no morirme tan joven. Además, ya me tenía que bajar del bus y tenía dos opciones: bajar o seguir hasta el último paradero para seguirla hasta el fin de los tiempos y del inicio del Armagedón. Así que bajé, además porque quizás no me gustó algo de ella, digo, no todo es perfecto y así debe ser para que algunos humanos no se mueran solos en la vida. Y bajé del bus. El semáforo en verde me incitó a seguir mi camino, todo estaba predestinado.

Si la hubiese seguido tal vez ahora estaría durmiendo en la puerta de su casa. Habría invadido una parte de terreno en quién sabe qué parte de Lima y sin que me importe una orden de desalojo ejecutada por policías que visten atuendos metálicos que un Robocob envidiaría con cada tornillo mal puesto.

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