19 abr 2010

¿En qué gasto mi plata?

I
Trabajo por el centro de Lima. Recorro todos los días la ruta Los Olivos-Centro de Lima. Es decir: transito la avenida Palmeras, la Panamericana Norte, Alfonso Ugarte, 28 de Julio y bajo en el cruce con la Av. Wilson (O Arequipa). Salgo a las 6 de la chamba, pero a veces me quedo hasta más tarde, no porque me guste el trabajo sino porque le tengo miedo al tráfico. Y así, me quedo hasta que la secretaria encargada de la llave me bota de la oficina para cerrar.

Si es que salgo tarde camino un buen rato por la avenida Wilson, hasta Quilca, para pasar por los libreros y revisteros (también por los bares antiguos, los grupos de punk, góticos, metaleros y vendedores de marihuana). Si tengo plata, no puedo evitar quedarme solo con algunas monedas para regresar a casa. A veces me he quedado a las justas con S/.1.20, el pasaje exacto que te cobran en la 73, El Rápido o la 47.

La última vez que caminé por este jirón, fue para tomar algunos tragos con unos amigos de universidad en el bar de Ciro (en realidad se llama Don Lucho, pero prefieren llamarlo como llaman siempre al mesero, para pedirle una más y nos vamos). Pero aquellos amigos nunca llegaron. Mientras los esperaba fui a chequear algunos libros viejos, de un casero conocido. Rebuscando, hurgando y husmeando, logré hallar un librito que llamó de inmediato mi atención. Se llamaba “Los ojos de Picasso”. Era un libro publicado por la UNESCO, que trataba de un análisis sobre la manera en que Picasso pintaba los ojos en sus innumerables pinturas. Ciegos, virolos, miedosos, perdidos, todos ellos retratados por el genio español.
El libro contenía imágenes diversas y estaba impresa en papel couché, buena impresión, en buen estado. La edición era italiana y era de 1970. Ya pues, habría que usar una técnica para comprarla.

Como se trataba de libros apilados al azar. El asunto es coger uno y preguntar. Cuando se tiene el libro deseado, se le muestra al vendedor. Éste si es un poco culto, sabe si es libro es valioso o no, según el tema y autor. Pero si no sabe mucho de libros, sólo mira el estado del mismo y el número de páginas y les pone precio según la pinta que tengan. Así que apliqué la técnica que aprendí con los años de universitario.

Busqué otro libro, uno que más o menos me interesara. De preferencia uno viejo y no tan bien conservado. Y lo hallé: “Saber y dialéctica”, del Dr. Bogumil Jasinowski, profesor de la universidad de Chile, año 1957. Bueno, lo cogí y lo llevé al vendedor. Para sorpresa mía, no estaba (yo lo conocía, es un chato de unos 45 años que sabe lo que vende, de veras) y solo miré a dos mujeres de unos 24 años. Como no soy un adonis, ni nada de eso, nunca intento coquetear (además mi Negra me mata si se entera), así que decidí aplicar la misma técnica, digo, consideré que las jóvenes iban a ser más suspicaces e inteligentes.

Llevé el “Saber y dialéctica” para que me digan el precio. Al parecer no me hicieron tanto caso porque se estaban atragantando con un sabroso anticucho que llegó de la calle al mismo tiempo que mi pregunta. “8 soles”, me respondió una de ellas, la que acababa de tragar un pedazo de corazón a la parrilla. Muy bien, ahora faltaba el otro. Con cierto tono de desprecio, pregunté por el libro de Picasso, así, agarrándolo de la punta, como si despidiera un hedor. “5 soles”, me respondió la otra. Juntas parecían uno de esos monstruos mitológicos de dos cabezas, que estaban devorando algún mancebo recién sacrificado.

De inmediato pregunté si era posible llevar ambos libros a 10 soles. “Ya”, respondieron al mismo tiempo y siguieron con lo suyo. No resultó tan difícil. Pagué de inmediato y los dejé ahí con su anticucho preparado de corazones de jóvenes vírgenes.

Cuando supe que mis amigos nunca llegarían, me fui a la Plaza San Martín, me senté en una de las bancas hechas de mármol. Me vi rodeado de varios putos y viejos que conversaban sobre política, pero igual, ya estaba acostumbrado a ese mundo, yo soy ex alumno de la universidad Federico Villarreal, la mejor universidad del Perú para aprender la realidad de la calle. Me puse a leer.

II
Bueno, el asunto es que ya es mitad de mes y me he quedado a las justas con el dinero para pagar el alquiler, la comida y los pasajes. Ya no puedo darme algunos gustos, como el que me doy cuando paso cerca de las 10 de la noche por la Plaza Bolognesi. Por allí pululan algunos ambulantes que te venden celulares robados, zapatillas de segunda, candados, revistas porno y lo que siempre busco: viejos casetes.

La vez pasada, después de terminar una chamba bien estresante (debido a que tuve que darle gusto al cliente y hacer una mamarrachada que él imaginaba como genialidad), bajé por este lugar y me tropecé con uno de esos vendedores que expenden sus novedades sobre un plástico tendido en la vereda. Para mi suerte vi casetes y para mi mayor fortuna vi lo que pocas veces he visto en mi corta vida de comprador ilegal. Allí estaban, tres casetes originales y juntos: Chabuca Granda, Lucha Reyes y Los Chalchaleros.

El vendedor me los ofreció al ver mi interés (Hice mal, porque nunca debo mostrar interés con este tipo de vendedores, sino te asaltan con el precio. Y si tienes cara de cojudo, te asaltan literalmente), y como ya la había cagado, le pregunté por el precio. “A 3 soles cada uno”, me dijo. Pensé que era un buen precio, pero tenía que negociar. “Rebaja pes amigo”, dije. “Ese es su precio compare, son originales, así no más no vas a encontrar”. Es cierto, aunque me lo dijo mecánicamente. Así no más no los iba a encontrar. No.

Luego de verlos, chequearlos y olerlos, pensé en que sí me alcanzaba el dinero y que valía la pena, pero no quería claudicar. “Dos soles pes amigo”, le dije, adoptando una pose achorada. El ambulante de pelo escrespado y sonrisa cachacienta me miró y de reojo respondió: “Ya, pero al toque, que viene serenazgo”, me dijo finalmente. Entonces era el hombre más feliz del centro limeño. Todo el smog era el más puro oxígeno y el ruido del tráfico era una melodía de Franz Lizst.

Así, ya estaba todo listo. Solo faltaba que metiera mi mano derecha al bolsillo. Pero algo en mí, mi voz interior, mi ego, mi resentimiento incaico por todos los muertos de la conquista española me dijo que debía seguir con el enfrentamiento mercantil con el ambulante. Verifiqué sus debilidades y al toque mi boca desbordó una frase que le dio la final estocada: “Amigos, los pruebas por favor”, le dije con una seriedad que no habría podido quebrantar un terremoto de 30 grados, con aluvión incluido. El ambulante, que ya me estaba cayendo simpático (debido a que lo miré totalmente controlado), no tenía alguna radiograbadora o walkman antiguo para probar la mercancía y sólo alcanzó a decir: “No te pases pes compare, no tengo pa probar”. “Bueno, pucha, cómo hacemos ahora”, respondí en el acto. “Están bien compare, siempre también me traen a mí”, dijo como pidiendo clemencia.

Ya vencedor, con la bayoneta arriba y con la bandera en el lugar de la bandera enemiga, le dije: “Los 3 a 5 soles”. El hombre, el rey de la Plaza Bolognesi, no tuvo otra que coger los tres casetes y entregármelos. Yo le pagué con 3 monedas de sol y una de 2 soles. Listo. Todo estaba consumado. “Otro día me doy una vuelta, a ver si me traes otras novedades”, y me fui sin esperar a que respondiera. De seguro maldecía a toda mi generación y todos mis ancestros y toda mi descendencia.

Bueno. El asunto fue que me fui contento. Esos tres casetes valían más que mi celular. Sin duda. “Así no más no vas a encontrar”. Cierto. Así no más no encontraría esos casetes. Al llegar a casa puse el de Chabuca, canté “Fina estampa”, “La flor de la canela” y “Puente de los suspiros” con un ímpetu que de seguro despertó a mi casera que acostumbra tomar un par de barbitúricos antes de dormir. Era mi día. Y me reí de un amigo que me dijo: “¿Qué haces con tanto casetes, por qué no los botas, si ya hay mp3?”. Imbécil...

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